ALMENDROS

Llevaba viéndolos 3 días por la autovía de camino a mi casa, pero hoy he cruzado el puente andando y los he olido...mmm....
En Sevilla olerá a azahar dentro de un mes, pero la belleza efímera y a destiempo de los almendros castellanos no tiene nada que envidiar. No dura casi nada, y da mucha penica cuando se les caen las flores, pero para los que estamos aprendiendo a disfrutar de lo pasajero son una bendición.
Grandes almendros, y no de tamaño, han marcado los febreros de mi vida. Recuerdo algunos en particular: los del Cerro de las Contiendas. Al principio subía con mis rubios vecinos a verlos, incluso algún verano llegamos a comer almendrucos. Ya de más mayor los veía al salir del portal de mi casa, qué bonita era esa montaña antes de que se volviera peligrosa y cara. Me fui a tiempo del barrio.
Otro almendro insigne es el que hace esquina en la mansión del señor Gabarrón, también en mi barrio. Ese se ve desde el autobús 3 y es de los primeros en florecer. Resiste como un campeón al acoso del asfalto y al gusto por la ornamentación floral de los vecinos.
Los que hay debajo del puente también me gustan, porque no se ven mucho pero huelen a gloria. Aromatizaban muy bien mis carreras de adolescente tratando de llegar a casa a la hora y, si hacía bueno, algún que otro revolcón clandestino.
Me acuerdo mucho de los cerezos de Wasington, no eran almendros pero se parecían mucho. Me gustaron porque me resultaban muy muy familiares: en el patio de mi colegio había cerezos chinos, con unas enormes flores rosas. Los de los americanos fueron un regalo del gobierno chino, no se cómo fueron a parar al patio de mi cole.
Cuando me vine a vivir a esta casa que me gusta tanto, en la parte de atrás había un almendro enorme. Mi abuelo siempre me decía lo mismo en invierno: "como llueva mucho y el río de en crecer vais a tener que brincar al almendro pa no ahogaros"; y en verano me preguntaba "¿tiene muchos almendrucos el árbol?", yo le contestaba "buuu, como puños abuelo, está llenito", entonces él me decía "cómo no cogéis unos pocos", y yo "es que no alcanzamos con la reja". Entonces, si tenía ganas de hablar me contaba que de pequeño él tenía una vara mu larga pa cogerlos, y si no tenía ganas de palique entonces decía "bah, seguro que están amargos como la hiel".
Hoy el almendro ya no está, pero se que si el río se desborda ya encontraré dónde subirme.
No llores coño.
Comentarios
El último recuerdo de mi padre me huele a flores, pero no eran éstas, eran de otro color y estaban cortadas, olían a muerte.
Mejor las del almendro, mejor las de su tierra, las flores blancas como la cara que tenía en el último beso, y hermosas, sin ganas de morir antes de tiempo. Las otras no, que no me sirven para recordar nada...