Mi tatarabuela vive en París

Cuando viajo tengo por costumbre dar rienda suelta mi indiscreción innata, para qué viaja uno si no es para fisgonear. Pues bien, ésta vez el fisgoneo me ha llevado a encontrarme nada más y nada menos que con mi tatarabuela parisina.

Dice Henar que tengo tendencia a confundir las casas particulares con escaparates, y qué culpa tengo yo de que los europeos estén en contra de las cortinas. El caso es que tiene razón, en Holanda me pasó continuamente: iba por la calle sin perder ripio de ningún escaparate, incluidos los del barrio rojo (nunca se sabe detrás de qué cristal vas a encotrar tu compra ideal); y muchas veces me sucedía que no era capaz de distinguir entre oficinas, tiendas o cocinas. Más de una vez me sorprendió ver un escaparate de una tienda de muebles finísima... con la cama deshecha y un señor en bata haciendo café. Eso fue hace mucho tiempo, pero hoy voy a París y me pasa, de manera puntual esta vez, una cosa parecida:

Paseando del bracete de mi marido por los aledaños de Notre Dame, vemos una bonita tienda de cocinas que hace esquina. "Fíjate que bien puesto todo, ay mira y una cama estilo árabe con un montón de cojines, mira, pero si es como una casa... ¡anda, pero si es una casa!, ¿a veeer?".
Claro, la cocina estaba extremadamente limpia, pero no parecía una tienda del todo, había rastro de vida: las frutas del frutero no eran de cera, había una cafetera usada junto al fogón, la iluminación no era como de escaparate, ¿entonces, será un restaurante chiquitito? Al dejar avanzar la vista un poco más desechamos la idea del restaurante: ¡había una cama! estaba hecha y, si bien es cierto que los cojines estaban colocados como en un revista de decoración, las telas de la ropa de cama estaban limpias pero con pinta de tener unas cuantas lavaduras encima. ¿Pero qué clase de establecimiento era ese?, ¿por fin alguien había escuchado nuestros ruegos de menú del día con derecho a siesta?
La última duda se disipó cuando, al fondo del habitáculo, la vimos a ella. Aquello no solo era una vivienda indiscreta, sino que era nada más y nada menos que la morada de mi tatarabuela parisina.

¿Que cómo supe que era de mi familia? las canas encrespadas le otorgaban un aire realmente familiar, y la decoración ecleptica de las paredes la delataban.

Parecía dormir aunque, si no hubiera sido porque el libro que sujetaba en el regazo no resbalaba por la manta que le cubría las piernas, podría decirse que estaba muerta. Una lamparita de pie bastante moderna iluminaba las páginas del libro, y el reflejo blanco del papel hacía brillar su melena blanca y suelta, no muy larga. A sus pies tenía aparcado uno de esos andadores de geriátrico que dan tanta grima (amenazan con sernos útiles algún día).

La vivienda era rectangular, hacía esquina y dos de sus paredes eran ventanales, otra pared era la cocina, y en la de enfrente de donde nosotros mirábamos solo se veían estanterías y cuadros bastante modernos o bastante antiguos. No había puertas ni más ventanas. Ni armarios, ni baño, ni otras habitaciones, ¡ni sitio por dónde entrar o salir! Tenía como dos niveles: la cocina, un pequeño escalón y la zona de estar. Los cristales de la parte de la cocina eran transparentes y la ventana nos llegaba a la altura de los hombros; en la zona de estar los cristales eran como de colores, tipo vidriera, en tonos ocres, y la ventana nos llegaba a la altura de la cintura. El sillón orejero en el que descansaba mi tatarabuela estaba de espaldas a la cristalera que hacía esquina con la que nosotros teníamos delante.

No miramos durante mucho tiempo, puede que por miedo a que nuestra escandalosa mirada despertara mi tatarabuela, así que no pude resolver todas las dudas que ahora me inquietan. ¿Por dónde entra?, ¿por donde sale?, ¿dónde hace pis?, ¿donde se cambia de ropa?... ¿será un hada y solo tendrá necesidad de tomar café y fruta de su frutero?, ¿vivirá como en unos de esos microcosmos de la NASA que venden el la tienda de Pompidou?

No se, el caso es que al día siguiente quisimos volver a ver si se había movido o si estaba muerta o era de cera o qué, pero ya no fuimos capaces de encontrar la calle, y eso que mi marido se orienta rebien.

Estoy segura de que era de mi familia porque el páramo se parece un poco a París: desde cualquer punto se ve cielo, mucho cielo.


(Este post, como todos, está basado en experiencias reales, pero parte de su inspiración se la debo a Raquel Sainz que una vez me contó que tiene tres o cuatro o más abuelas, y a la bisnieta de Colette a la cual podéis leer en www.melalcoholik.blogspot.com. Me lo enseñaron mis abuelas: es de bien nacidas ser agradecidas y citar siempre las fuentes. Por cierto ¿alguien sabe si Raquel tiene un blog o algo donde se la pueda leer... me acuerdo mucho de su botellita verde y de sus bonitas piernas)

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
me imagino viviendo en una calle céntrica, mientras leo. grandes ventanales sin persianas ni cortinas, dentro una vida normal. lo mejor de todo no sería lo que sucede dentro. lo mejor sería poder saber los comentarios de los curiosos al pasar la esquina de la vida.
salud-saludos
J.M.C. ha dicho que…
Deberíamos guardar tus historias en botellas...

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