Qué cosa el amor. Y qué cosa las fresas salvajes.

Me piden que escriba sobre el amor. No aquí, claro, en otro sitio. Y me pone contenta. No que sea sobre el amor, eso no especialmente.

Y es que, vaya tela, sobre el amor, nada menos.
Tendemos a pensar que es una cosa muy grande, el motor de universo y todas esas mierdas. Pero hoy se me ocurre que es más bien la consecuencia de cosas muy pequeñas que estallan a lo grande; o que, al menos, ahí está el germen de lo que entendemos por amor, así convencionalmente. 

Hoy no tengo ninguna gana de pensar en el amor en términos filosóficos, ni biológicos, ni tampoco culturales. No hablaré, hoy al menos, de las diversas clases de amor en función de sus múltiples sujetos y cuáles sean sus parentescos o ausencia de estos entre ellos. Ni mucho menos me apetece hacer reflexiones sobre el amor de pareja heterosexual, monógama y todo eso que terminará puliéndonos como especie. Ni me voy a cagar en el mito del amor romántico que va dejando cadáveres a su paso.
Así que me dispongo a divagar, que para eso estoy en mi casa y en chándal. Ya cuando vaya de visita me pondré el traje de domingos si es menester.

Entonces, así en chándal como estoy, me acuerdo de las fresas salvajes esas que crecen en un rincón de mi jardín, sin que las riegue nadie ni nada. Que de tantísimo sabor que tienen parecen artificiales y te hacen entrar en delirio, aunque sea sólo por un instante.

Sin entusiasmarme especialmente las fresas, me gustan estas fresas salvajes diminutas, que parece que no están maduras y, cuando te las metes en la boca no sabes si serán ácidas, dulces o pelín amargas. Y que, siendo cualquiera de las tres cosas o las tres a la vez, te pueden hacer entrar en éxtasis fugaz o dejarte indiferente.
Si te dejan indiferente, pues a otra cosa, mariposa. Hay más rincones en mi jardín.
Pero si entras en éxtasis, pueden suceder dos cosas: que quieras comerte otra inmediatamente, o que te quedes remoloneando en la sensación.
Si te quedas remoloneando en la sensación (mola mucho si no eres de carácter ansioso) pues mira qué bien, qué suerte la tuya, oye.
Pero si eres pelín compulsivo y decides comerte otra, pueden suceder dos cosas: que el sabor no sea ni parecido y la nueva te resulte de todo punto insulsa, o que de nuevo se produzca el estallido.
Si resulta que es insulsa, puedes retroceder un párrafo y vuelta a empezar, o entrar en casa y olvidarte de las fresas salvajes por un tiempo.
Pero si de nuevo se produce el estallido... es raro que se produzca tan seguido, la verdad. Pero si sucede, ay si sucede, puedes entrar en compulsión y acabar con la mata entera, de modo que lo que fue éxtasis se convierta en un estar a gusto tibio que nada tiene que ver con explosiones.

Y es que, al parecer, hay tiempo para todo: para estallidos y para emociones templadas. Qué tienen que ver ambas cosas con el amor, y qué demonios sea esto último, ya lo hablaremos otro día.
Que yo ahora voy a salir a husmear en la mata, que lo que me pide el cuerpo es un buen estallido, y me da igual que no tenga nada que ver con el amor. Cómo si no voy a acumular experiencias para escribir eso que me han pedido. Y no pienso contarles si me voy a dar un atracón o me quedaré remoloneando sensaciones. En cualquier caso, la mata es muy pequeña, tampoco da para tanto, oiga.


Notas:
Sí, hay un homenaje entre líneas a Cuando nace un monstruo. ¿No es acaso el amor una cosa monstruosa que, en ocasiones, se agazapa debajo de tu cama?
Ya se, ya se, el chándal le da miseria al alma, ahorita mismo me arreglo un poco.


Comentarios

Provinciana ha dicho que…
Y si te despistas alguien ha ido antes y se las ha comido
HombreRevenido ha dicho que…
Gran metáfora.
Bueno, en realidad no he entendido nada. Pero ahora me apetece comer fresas.

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