Noche de San Juan I

Mi abuelo gastaba boina, ya sabéis, en invierno para protegerse del frío y en verano para resguardarse del sol, siempre la misma boina.

Pero mediada la primavera, la boina cobraba otra función.

Mi abuelo me cogía de la mano, mi mano pequeña en su mano grande, no muy grande. Dábamos un paseo hasta la era, al caer la tarde.

La exuberancia de las cuentas en esa época contrasta con la vegetación rapada de las eras. Esas tardes, como otras, se oía pasar algún coche. Los ladridos metálicos de los perros domésticos en las naves, ya preparadas para recibir la inminente cosecha. Y los grillos. Siempre los grillos. Sin descanso los grillos. Ensordecedores los grillos.

Ya en la era, mi abuelo me soltaba y, con los brazos relajados, cruzaba sus manos por detrás, al final de la espalda. Ese gesto siempre me pareció sereno, como de gente buena que camina segura por la vida. Mil veces traté de imitarselo a mi primo, que tan bien se le daba. Pero yo no soy serena, qué va, no estoy cómoda andando con los brazos cruzados por detrás, no señor. Además, es mejor que no lo intente, que soy muy zote y me puedo esmorrar. Yo, con las manos por delante, por si hay que frenar el golpe.

El caso es que mi abuelo deambulaba despacio por la era, con la vista fija en el suelo. Mientras, yo me quedaba atrás dando saltitos, observando unas flores moradas de pétalos alargados, muy bonitas, que no se pueden arrancar porque no tienen tallo, crecen a ras del suelo y si intentas cogerlas se desbaratan. Así son.
De pronto, unos pasos por delante, mi abuelo parecía haber encontrado algo... Se paraba, soltaba la lazada de sus manos a la espalda y, un par de segundos más tarde, entre sus piernas, yo veía caer un chorrete humeante y amarillo hasta el suelo.También lo oía, ptrsssssss.
¡Ven, ven!- me llamaba entonces mientras se subía la bragueta-¡ven!
Y cuando llegaba a su altura el ya estaba en cuclillas, observando con extrema atención algo que yo no acertaba a ver. Agachada a su lado, con la mano apoyada en su rodilla para no perder el equilibrio, seguía con la vista lo que el dedo de mi abuelo me indicaba: un agujerito inundado.
¿Ves?- me decía divertido, -aguarda, aguarda, verás cómo sale, shhhh...
Los dos, en silencio, esperábamos expectantes. 
En ese momento, mi abuelo hacía algo que no acostumbraba: muy despacito se quitaba la boina... Igual de despacio, como acompasada con la negra boina, una criatura también muy negra, no del todo asquerosa, asomaba por el agujerito; temerosa primero, enseguida precipitada. Cuando el grillo por fin tenía todo el cuerpo fuera, mi abuelo hacía un rápido movimiento y... visto y no visto, el grillo quedaba atrapado en la boina.
Nos poníamos de pie, yo con las piernas hormigueantes, y mi abuelo se ponía la boina, con el grillo dentro.
Volvíamos a casa agarrados de la mano, yo dando saltitos, él con paso divertido.

El llevaba un grillo debajo de la boina, pero a mi me parecía llevarlo bajo la ropa, palpitando en algún lugar entre el pecho y la garganta.

Comentarios

Provinciana ha dicho que…
¿Y luego?
Anónimo ha dicho que…
Que forma taaan bonita de escribir. He visto a mi abuelo con ese mismo gesto de manos a la espalda buscando lo mismo que el tuyo...pero sin boina. Gracias por llevarme a ese momento.!
Yrene
beizabel ha dicho que…
Y ¿dónde se guardaba tu abuelo el grillo si no llevaba boina? Muchas gracias Yrene.
Anónimo ha dicho que…
Lo guardaba en un puñao y ya estábamos mis hermanas y yo preparadas con la jaulina ...bicolor.

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