Esto en la provincia no se ve.

Madrugo mucho y, aún así, voy tarde porque no soy consciente de haber apagado el despertador, si es que acaso sonó a la hora convenida. 
Corro por el metro vacío sin desayunar. Camino mucho y muy deprisa bajo tierra. 
Esto se me hace muy moderno.

Llego tarde, justo a tiempo y demasiado pronto, todo a la vez. ¿Cómo es posible? Lo es, porque todavía no es ayer. 
Cambio el billete y me enfado muy poco porque me autoinduljo divinamente. 
Desayuno. Intercambio cariños cibernéticos con mi amiga que ya está sentada en su avión. Un aeropuerto no es lo mismo que una estación de autobús. A mí al rededor hay criaturas de casi todas las calañas. 
Siembro la semilla de una fiesta futura y ejerzo de matriarca. No lo suficiente, o a lo mejor sí. No lo sé. 
Voy al baño, tengo suerte, está limpio aunque sea una estación de bus y no de tren. A la salida, mientras me reconozco en el espejo, presencio una escena sórdida y asquerosa al otro lado de una puerta entreabierta. Me sale la fiera y miro desafiante y juzgadora. No llega la sangre al río. Qué asco me da y qué bien que me he mantenido calladita. 
Salgo fuera a respirar aire que no sea de plástico y a que me de un poco el sol. 
Los entornos de las estaciones y los centros comerciales no están hechos para personas de a pie. Son el reino de los taxistas. 
Vuelvo a entrar en la estación y veo a los hombres mayores vestidos con pantalones de señor, de una gama de colores que oscila entre el beis, el gris y el marino, con una desconfianza recién estrenada. Qué asssco me ha dado. 
Hay mucha gente hablando por teléfono. 
Hay también algunos niños con sus mamás, como es domingo. 
Hay una señora mayor limpia y con bolsas y maletas, habla por teléfono y tiene un ramo de flores en una de las bolsas, ¿para quién será? Las elucubraciones se disparan. 
Tengo sueño y una hora por delante. Escribo esto y me pongo a leer. 
Quiero llegar a casa, quiero llegar a casa de una vez. 

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