Abriendo puertas.

Al parecer por la misma puerta que se entra, se sale. Y cuando esa puerta se abre, para cualquiera de las dos cosas, sopla una corriente salvaje.
Nos esperan al cruzar esa puerta, al entrar y supongo que también al salir. Y mucho dejamos atrás al salir, quién sabe si también al entrar.
Pero un umbral que se franquea no es un muro inexpugnable, no lo es, y una vez que nos exponemos a la corriente tan de cerca no volvemos a ser las mismas. Quedamos marcadas con la certeza de que hay algo al otro lado. Una certeza que va más allá de credos y cuentos chinos, se puede tocar, se nos queda pegada en el pellejo, huele, sabe a hierro como la sangre y la tierra fértil.
Nacemos, morimos; alumbramos, nos despedimos.
No se qué sucede cuando es una misma la que entra o sale, no me acuerdo ni me quisiera acordar ahora mismo. Pero cuando es carne de tu carne quién entra o sale, se está muy cerca, mucho. Al alumbrar o al despedir, da igual, nos arrimamos a la puerta para ponernos en primera línea. Y eso acojona, sí.
Así que, compañera, que la corriente te alborote lo justo para danzar frente ese umbral que no es un muro. No te olvides de respirar y piensa que, como en la historia de Inanna, en un rato te estarás quitando la mugre de las uñas porque enfrentarse a las puertas que se abren es lo natural, y estamos hechas para eso.

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