Con los pies en la tierra y la cabeza en las nubes.


Una de las maravillosas criaturas de Óscar del Amo.
Hace dos años pedí soñar más y soñar más alto, estaba dispuesta a no volver a jugar si no se me lograba. Y un tío alto como un castillo me trajo las alas. 
Llevo mal las resacas. Se me hacen largas, muy largas. Serán los años, o las puertas abiertas, que hacen corriente. E instalarse durante 10 días en el cielo deja resaca, de las gordas. 
Me duele el cuerpo, que cruzar la dichosa cúpula 15 veces al día es deporte; que querer estar en todas partes es, además de imposible, muy cansado. Y casi lo consigo. 
Por eso hoy estoy un poco desdoblada y, como cada año, la sensación de vacío da un poco de vértigo: desdoblada porque quiero más, más de cielo y más de todo. Y desdoblada porque me harto de artistas y quiero salir corriendo. 
Se me han otorgado todos los caprichos: repetir de lo que nunca me sacio, sacarme espinitas, probar y llevarme sorpresas, elegir compañeros de juego, un público espléndido y agradecido que me hace estar orgullosa de los largos años de pico y pala, una compañera generosa (compañera de las de acompañar, acompañar en todo), noches locas, mañanas luminosas...
He disfrutado cada segundo como una perra salvaje y ahora toca volver a acomodarse en el suelo, que yo soy de tierra, lo tengo claro. 
Y, para que no me pase como a Ícaro o me parta la crisma durante el aterrizaje, así como dice él las cosas, a la chita callando, el hombre de negro me ha prometido una zanahoria para amortiguar la caída. Así que, una cosa te voy a decir: se te ven las alas por debajo de la gabardina negra, y no son de ángel precisamente. Quiero mi zanahoria, no te olvides, que ya estoy esperando. 

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